[Es un temor de algo]

Es un temor de algo, de cualquier cosa, de todo.
Se amanece con miedo.
El miedo anda bajo la piel, recorre el cuerpo
como una culebra.
No se quisiera hablar, mirar, moverse.
Se es frágil como una lámina de cine.
Vecino de la muerte a todas horas,
hay que cerrar los ojos, defenderse.
Se está enfermo de miedo como de paludismo,
se muere de soledad como de tisis.
Alguien se refugia en las pequeñas cosas,
los libros, el café, las amistades,
busca paz en la hembra,
reposa en la esperanza,
pero no puede huir, es imposible:
amarrado a sus huesos,
atado a su morir como a su vida.
Ha de aprender con llanto y alegría.
Ha de permanecer con los ojos abiertos
en el agua espesa de la noche
hasta que el día llegue a morderle las pupilas.
El día le dará temores, sueños,
alucinadas luces y caricias.
No sabrá preguntar,
no ha de querer morirse.
Oscuramente, con la piel, aprende
a estar, a revivirse.
Sobre sus pies está,
Es todo el cuerpo que mira en los espejos
para conocerse, el que miran las gentes,
como lo miran.
Él se saluda en el cristal sin dueño,
se aflige o se descansa,
se da las manos una a otra para consolarse,
Oye su corazón sobre la almohada
frotándose, raspando como tierra,
aventándole sangre.
Es como un perro de animal,
como un lagarto, como un escarabajo, igual.

Se recuerdan los días en que somos un árbol
una planta en el monte,
hablando por los poros silenciosamente.
Lleno de Dios, como una piedra,
con el Dios clausurado, perfecto, de la piedra.

Uno quisiera encender cuatro cirios
en las esquinas de la cama, al levantarse,
para velar el cadáver que dejamos.
Ora por nosotros, mosca de la muerte,
Párate en la nariz de los que ríen.

Tenemos, nos tenemos atrás, en nuestra espalda,
Miramos por encima de nuestros hombros
qué hacemos, qué somos.
Nos dejamos estar en esas manos
que las cosas extienden en el aire
y nos vamos, nos llevan
hora tras hora a este momento.

Vida maravillosa que vivimos,
que nos vive, que nos envuelve
en la colcha de la muerte.
Salimos, como del baño, del dolor
y entramos a las cosas limpiamente.
Dulce cansancio del reposo,
El sol vuelve a salir y el hombre sale
a que lo empuje el viento.
(Vuelvo a plancharme el rostro en el espejo,
bozal al corazón, que ya es de día.)

Hijo soy de las horas, hijo ciego,
balbuceante, mecido en un obscuro pensamiento.
No soy éste o el otro, soy ninguno,
qué importa lo que soy, mano de fuego,
llanto de sólo un ojo, danza de espectros.
Hígado y tripas soy, vísceras, sangre,
Corazón ensartado en cada hueso.
De paso voy pero no al paso
del reloj o del sueño,
no con mis pies o con los pies de nadie,
no lo sé, no lo quiero.
Me apagan y me encienden, me encendieron
como una flor en el pecho de un muerto,
me apagaron como apagar la leche
en los ojos dulces del becerro.
Fumo, y es algo ya. Bebo,
Como mi pan, mi sal y mi desvelo,
me dedico al amor, ejerzo el canto,
gano mujer, me pierdo.
Todo esto sé. ¿Qué más?
Guerra y paz en el viento,
palomas en el viento de mis dedos,
tumbas desde mis ojos,
yerbas en el paladar de este silencio.

Hablemos poco a poco. Nada es cierto.
Nos confundimos, apenas si alcanzamos
a decir la mitad de esto o aquello.

Nos ocurren las cosas como a extraños
y nos tenemos lejos.

He aquí que no sabemos.
Sobre la tierra hay días ignorados,
bosques, mares y puertos.

Jaime Sabines.

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Armando Guerrero, Oaxaca, México.