Tal vez.

Tal vez sea todo culpa de la nieve
que prefiere otras tierras más polares,
lejos de estos trópicos.

Culpa de la nieve, de su falta,
-la falta que nos hace
cuando oculta sus copos y no cae,
cuando pospone, sin abrirlas, nuestras cartas.

Tal vez sea culpa de su olvido,
de nunca verla en estas calles
ni en los ojos, los gestos, las palabras.
Tantas cosas dependen noche y día
de su silencio táctil.

Nuestro viejo ateísmo caluroso
y su divagación impráctica
quizá provengan de su ausencia,
de que no caiga y sin embargo se acumule
en apiladas capas de vacío
hasta borrarnos de pronto los caminos.

Sí, tal vez la nieve,
tal vez la nieve al fin tenga la culpa...
Ella y los paisajes que no la han conocido,
ella y los abrigos que nunca descolgamos,
ella y los poemas que aguardan su página blanca.

Eugenio Montejo.

Tarde en la tierra.

Tarde, ya tarde llegué a tu cuerpo,
-tarde,
por culpa de mis dioses, por culpa del camino
cuyas amargas piedras me desviaron.
Tarde a tus labios y a tus ojos,
tarde a tus senos
y al errante susurro de tus palabras.

Tarde, para llegar temprano, llegué tarde.
Mi sombra iba delante y yo detrás, despacio,
en otra esfera, otra galaxia,
en no sé qué país lento y remoto.

Me apuré al retardarme,
para ser más veloz me he demorado,
quise estar antes que mis pasos,
descubrir otra senda inexistente.

Tarde en la noche que no tiene noche
y en los relojes que no tienen horas,
tarde pero sin tarde: nuestros dos cuerpos juntos
que uno solo se vuelven cuando se borra el tiempo.

Eugenio Montejo.

En esta ciudad.

En esta ciudad soy una piedra;
me he plegado a sus muros seriales, opresivos,
de silencios geométricos.

No me puedo mover, se cae mi casa,
uno tras otro se derrumban
los edificios hasta el horizonte.

Al fondo de la piedra soy un lagarto,
en el lagarto una raya amarilla,
mancha del tiempo.

No puedo hablar, la lengua se me traba;
Orfeo el tartamudo es mi vecino,
oigo su tos nocturna,
reconozco el ladrido de su perro.

Soy una piedra atada a esta ciudad,
un lagarto en sus grietas,
una raya en su espalda ya muy tenue.

Giran los días y permanezco inmóvil,
todavía escucho latir el corazón,
tenaz, a la velocidad de la materia,
y hasta la arena que cae de la memoria,
pero ya solo siento que no siento.

Eugenio Montejo.

Lo nuestro.

Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa
con el temblor del mundo,
el tiempo, no tu cuerpo.
Tu cuerpo estaba aquí, tendido al sol, soñando;
se despertó contigo una mañana
cuando quiso la tierra.

Tuyo es el tacto de las manos, no las manos;
la luz llenándote los ojos, no los ojos;
acaso un árbol, un pájaro que mires,
lo demás es ajeno.
Cuanto la tierra presta aquí se queda,
es de la tierra.

Sólo trajimos el tiempo de estar vivos
entre el relámpago y el viento;
el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo,
el hoy, el grito delante del milagro;
la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende
–eso es lo nuestro.

Eugenio Montejo.

La tierra giró para acercarnos.

La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
Pasaron noches, nieves y solsticios;
pasó el tiempo en minutos y milenios.
Una carreta que iba para Nínive
llegó a Nebraska.
Un gallo cantó lejos del mundo,
en la previda a menos mil de nuestros padres.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.

Eugenio Montejo.

Amantes.

Se amaban. No estaban solos en la tierra;
tenían la noche, sus vísperas azules,
sus celajes.

Vivían uno en el otro, se palpaban
como dos pétalos no abiertos en el fondo
de alguna flor del aire.

Se amaban. No estaban solos a la orilla
de su primera noche.
Y era la tierra la que se amaba en ellos,
el oro nocturno de sus vueltas,
la galaxia.

Ya no tendrían dos muertes. No iban a separarse.
Desnudos, asombrados, sus cuerpos se tendían
como hileras de luces en un largo aeropuerto
donde algo iba a llegar desde muy lejos,
no demasiado tarde.

Eugenio Montejo.

Soy esta vida.

Soy esta vida y la que queda,
la que vendrá en otros días,
en otras vueltas de la tierra.

La que he vivido tal como fue escrita
hora tras hora
en el gran libro indescifrable;
la que me anda buscando en una calle,
desde un taxi
y sin haberme visto me recuerda.

Ya no sé cuándo llegará, qué la detiene;
no conozco su rostro, su cuerpo, su mirada;
no sé si llegará de otro país
-es un tapiz volante-
o de otro continente.

Soy esta vida que he vivido o malvivido
pero más la que aguardo todavía
en las vueltas que la tierra me debe.
La que seré mañana cuando venga
en un amor, una palabra;
la que trato de asir cada segundo
sin saber si está aquí, si es ella la que escribe
llevándome la mano.

Eugenio Montejo.

Mientras gire la tierra.

Déjame que te ame mientras gire la tierra
y los astros inclinen sus cráneos azules
sobre la rosa de los vientos.
Flotando, a bordo de este día
en que al azar, por un instante,
despertamos tan cerca.
Pude vivir en otro reino, en otro mundo,
a muchas leguas de tus manos, de tu risa,
en un planeta remoto, inalcanzable.
Pude nacer hace ya siglos
cuando en nada existías
y en mis angustias de horizonte
adivinarte en sueños de futuro,
pero mis huesos a esta hora ya serían árboles o piedras.
No fue ayer, ni mañana, en otro tiempo,
en otro espacio ni ocurrirá ya nunca,
aunque la eternidad cargue sus dados
a favor de mi suerte.
Déjame que te ame mientras la tierra siga
gravitando al compás de sus astros
y en cada minuto nos asombre
este frágil milagro de estar vivo.
No me abandones hasta que ella se detenga.

Eugenio Montejo.

Mudanzas.

Mudanzas por el mar o por el tiempo,
en un navío, en una carreta con libros,
cambiando de casas, palabras, paisajes,
separándonos siempre para que alguien se quede
y algun otro se vaya.
Despedirnos de un cuerpo de mujer
que se mira ya de lejos como un pueblo,
donde las noches fueron más largas que los siglos
en lámparas y hoteles.
Mudanzas de uno mismo, de su sombra,
en espejos con pozos de olvido
que nada retienen.
No ser nunca quien parte ni quien vuelve
sino algo entre los dos,
algo en el medio;
lo que la vida arranca y no es ausencia,
lo que entrega y no es sueño,
el relámpago que deja entre las manos
la grieta de una piedra.

Eugenio Montejo.

La vida.

La vida toma aviones y se aleja,
sale de día, de noche, a cada instante
hacia remotos aeropuertos.

La vida se va, se fue, llega más tarde,
es difícil seguirla: tiene horarios
imprevistos, secretos,
cambia de ruta, sueña a bordo, vuela.

La vida puede llegar ahora, no sabemos,
puede estar en Nebraska, en Estambul,
o ser esa mujer que duerme
en la sala de espera.

La vida es el misterio en los tableros,
los viajantes que parten o regresan,
el miedo, la aventura, los sollozos,
las nieblas que nos quedan del adiós
y los aviones puros que se elevan
hacia los aires altos del deseo.

Eugenio Montejo.

Ningún amor cabe en un cuerpo solamente.

Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,
aunque abarquen sus venas el tamaño del mundo,
siempre un deseo se queda fuera,
otro solloza pero falta.

Lo sabe el mar en su lamento solitario
y la tierra que busca los restos de su estatua;
no basta un solo cuerpo para albergar dos noches,
quedan estrellas fuera de la sangre.

Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,
aunque el alma se aparte y ceda espacio
y el tiempo nos entregue las horas que retiene.
Dos manos no nos bastan para alcanzar la sombra;
dos ojos ven apenas pocas nubes
pero no saben dónde van, de dónde vienen,
qué país musical las une y las dispersa.
Ningún amor, ni el más huidizo, el más fugaz,
nace en un cuerpo que está solo,
ninguno cabe en el tamaño de su muerte.

Eugenio Montejo.

En otro meridiano.

No alcanzo el tiempo de tu cuerpo,
nací lejos, en un país que es aire, nube, noche,
aunque me oigas tan cerca.
Nací a destiempo de tu risa, de tus ojos, en otro meridiano.
Nos amamos de mar a mar, de un astro a otro
no importa que hoy me sientas a tu lado.
Aunque despiertes desnuda aquí conmigo,
tu tiempo va delante,
el tiempo de tus manos, de tu rostro;
estoy junto a tu sombra y no te alcanzo.
Las horas de tu amor me quedan lejos,
bajo una luz de nieve,
en alguna ciudad que desconozco.
Nuestras vidas se alcanzan, se confunden,
intercambian sollozos, besos, sueños,
pero andamos a leguas uno del otro,
tal vez en siglos diferentes,
en dos planetas errantes que se buscan
cansados de no verse.

Eugenio Montejo.

Armando Guerrero, Oaxaca, México.