Tengo una cicatriz en la barbilla.
Me la hice a una edad en que tenía
un motor de colibrí en las alas.
Mamá asegura que no me asusté
cuando la piel abrió su terciopelo rojo.
Aunque yo no le creo,
nunca he sido valiente ante el dolor.
El resto de la historia
es esta cicatriz:
una huella pálida, sin vello,
la piel vulnerable en sus costuras.
Por eso no me dejo la barba,
habría un surco estéril, un río blanco,
un rayo de calvicie.
Y no es verdad que cada marca
que hace el tiempo implica una lección.
Yo no supe aprender.
Lo prueban las heridas
que me hago en todas partes
además del cuerpo.
Aunque ya no tenga
motor de pájaro
sino de lagartija,
sigo cayendo sin meter las manos.
Orlando Mondragón.
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