El arbol de membrillo.

 

El tiempo era, al final, nuestro único tema.

Por suerte, vivíamos en un mundo con estaciones:

sentíamos que teníamos acceso a cierta variedad:

oscuridad, euforia, varios tipos de espera.

 

Supongo que, en rigor de verdad, nuestros intercambios

no se podían llamar conversaciones, porque se imponía

el acuerdo, la repetición.  

 

Y aún así, sería un error pensar que no teníamos 

idea de lo que le pasaba al otro y que no respondíamos 

en profundidad al mundo, como sería un error pensar

que vivíamos vidas limitadas o vacías.

 

Teníamos gran riqueza.

Teníamos, de hecho, todo lo que veíamos

y si bien es verdad que no veíamos 

ni demasiado lejos ni con mucho detalle,

lo que podíamos discernir lo absorbíamos

con un hambre que apenas se imaginan los jóvenes,

como si toda la experiencia se hubiese canalizado

en estas pocas percepciones.

 

Canalizado sin dejar recuerdo.

Porque para nosotros, el pasado era un referente perdido,

una imagen perdida, un relato perdido. ¿Qué contenía?

¿Había amor ahí? ¿Alguna vez

habrá habido un esfuerzo sostenido? ¿Y fama?

¿Habrá habido algo así alguna vez?

 

Al final, no hizo falta preguntar. Porque sentíamos

el pasado; estaba, de algún modo,

en esas cosas, el jardín de adelante y el de atrás

las impregnaba, dándole al arbolito de membrillo

un peso y un sentido casi insoportables.

 

Perdida por completo y a la vez extrañamente viva, la totalidad de nuestra existencia humana:

Sería un error pensar

que porque nunca salíamos del jardín

lo que sentíamos era reducido o parcial.

En su grandeza y su esplendor, el mundo

estaba al fin presente.

 

Y de eso conversábamos o hacíamos alusión

cuando se nos daba por hablar.

El tiempo. El árbol de membrillo.

Y tú, en tu inocencia, ¿qué sabes de este mundo? 

 

Louise Glück.

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Armando Guerrero, Oaxaca, México.