que nadie venga a decirme que soy culpable de esto o de aquello.
Es cierto, el cielo sobre mis hombros no carece de montañas...
pero tampoco de aves.
El ruido de las rodillas al caer en la tierra ha embellecido un alma,
el ruido de la gota de llanto en la hierba ennegrecida ha allanado el camino
que siempre es un regreso,
por eso que nadie venga con su ramo de disecadas flores a dejarlo en la tumba donde debía haber un muerto y no hay un muerto sino solo unos ojos
que saben lo terrible de mirar en la nada y hallarse mientras tanto,
así que no venga nadie ahora a querer mencionar todo lo que fue dicho antes y no oído
no venga nadie a querer levantar los muros alrededor de la casa
de aquel que antes de ser un hombre ha sido ya un anciano
no traiga nadie hasta aquí la palabra nefasta cuyo centro es abismo,
cuyo borde es tormenta,
no venga nadie a recordar al olvidado intentando cerrar la yaga que no puede cerrarse
ni venga ningún violín maligno a endulzar la malsana melodía
que el pecho agónico conoce: esa asma donde cría
el invierno sus pájaros oscuros y sus campos de niebla,
y que nadie pretenda venir y cerrar unos ojos que a la noche y al día ya no deben cerrarse
ya no pueden ni esperan ni quisieran cerrarse,
y que nadie pretenda retornar de ese reino rodeado por murallas
como el mar rodeado por islas donde crece la piedra y la tiniebla
que carcome la piedra,
que el frío permanezca solamente en el frío y la sombra en la cueva donde repta el silencio,
que el aroma nefasto solo se hunda en los poros de aquel de donde emana,
que el siglo donde habitas no se acerque a mi instante,
que no se atreva nadie a mirarme los ojos,
y tú menos que nadie...y tú menos que nadie...y tú menos que nadie...
Que no se atreva lo visto o lo no visto
a juzgarme por cosas que solo yo conozco,
que nadie se atreva a venir a reclamarme por su tristeza interminable.
Jorge Galán.
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