Para ser un chico de 21 años en Nueva Orleans yo no valía mucho
la pena: Tenia una pequeña habitación que olía a
meados y muerte
pero quería estar allí, y habían
dos adorables chicas al final del vestíbulo quienes
no paraban de golpear a mi puerta y gritar. "Levántate!
Hay cosas buenas allá afuera !"
"Lárguense," les decía, pero eso solo las
estimulaba más, me dejaban notas bajo la puerta y
pegaban flores con cinta adhesiva al
pomo de la puerta
Yo estaba metido en vino barato y cerveza verde y
demencia...
Conocí al viejo tío de la habitación de
al lado, de algún modo yo me sentía viejo como
él; sus pies y tobillos estaban hinchados y no podía
atarse los zapatos.
Cada día sobre la una del mediodía salíamos a dar un paseo
juntos y era un paseo muy
lento: Cada paso era doloroso para
él.
Cuando nos acercábamos al bordillo, yo le ayudaba a
subir y bajar
agarrándole por el codo
y por la parte de atrás de su
cinturón, lo conseguíamos.
Me gustaba: nunca me cuestiono
sobre que hacia o que dejaba de
hacer.
El debería de haber sido mi padre, y lo que más me gustaba
era lo que decía una y
otra vez: "Nada vale la
pena".
Era un
sabio.
Aquellas chicas jóvenes deberían
de haberle dejado a él
las notas y las
flores.
Charles Bukowski.
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